Hace mucho tiempo, en un libro, me encontré con un personaje al que le gustaba ver a una chica comiendo una manzana, cortándola trozo a trozo. El personaje explicaba con tanto colorido por qué esto era femenino, y la imagen apareció tan vívidamente en mi mente que inmediatamente juré no masticar manzanas el resto de mi vida, ni siquiera acercarme a ellas sin un cuchillo. Fue entonces cuando, sin saberlo, me adentré en el camino del «consumo consciente de alimentos».

Aunque el interés masivo por este fenómeno no surgió hace mucho, los conocedores del budismo dicen que dista mucho de ser nuevo, y que nos llegó precisamente de la filosofía budista. El consumo consciente de alimentos es lo contrario de la alimentación «automática», en la que se come a la carrera y sin pensar.

La historia del concepto de consumo consciente está estrechamente ligada al crecimiento masivo de la producción a mediados del siglo XX. Durante este periodo surgieron la alta tecnología y las materias primas relativamente baratas, el nivel de demanda de bienes y servicios aumentó espectacularmente… A principios de la década de 1970, el problema de la sobreproducción, las enormes cantidades de productos desechables y de plástico y la eliminación inadecuada de volúmenes cada vez mayores de basura se había agudizado especialmente.

Los países desarrollados empezaron poco a poco a aplicar los principios del consumo consciente:

  • Reducir el consumo excesivo de recursos naturales y no renovables.
  • Recogida selectiva de residuos y compromiso con una economía circular.
  • Reciclaje y reutilización de materiales reciclables.
  • Utilización de recursos renovables.
  • Fabricación de productos con un ciclo de vida largo.
  • Acumulación de experiencia relevante para las generaciones futuras.

Este planteamiento cuenta ahora con el apoyo de un número creciente de empresas y consumidores en general.